Mejor morir que pecar

Un breve repaso a las vidas de tres mártires que no quisieron rendirse ante el pecado.

Mejor morir que pecar
Cortesía: Luis Carlos Bonilla Soto / Cathopic

La pureza, vista como la virtud de mantenerse libre de pecado sexual, ha sido una piedra angular en la ética cristiana desde los primeros días de la Iglesia. A lo largo de los siglos, aquellos que han abrazado este compromiso han experimentado una conexión más profunda con Dios y, en muchos casos, han sido llamados a dar testimonio de su fe incluso hasta el último aliento.

"De ello se deduce -como han enseñado claramente los santos Padres y doctores de la Iglesia- que la virginidad no es una virtud cristiana si no se practica "por el reino de los cielos" (Mt 19, 12); es decir, para que podamos entregarnos más fácilmente a las cosas divinas, para que podamos alcanzar con más seguridad la bienaventuranza y para que podamos conducir más libre y eficazmente a los demás al reino de los cielos."

Carta encíclica Sacra Virginitas, del papa Pío XII

A través de estas historias inspiradoras, descubrimos la fuerza transformadora de la pureza y cómo, incluso en los momentos más oscuros, la luz de la fe brilla con mayor intensidad. En este recorrido por las vidas de santos mártires, nos sumergimos en el testimonio perdurable de aquellos que eligieron morir antes que traicionar este compromiso, recordándonos que la fidelidad a Dios trasciende las más desafiantes adversidades.


Santa Inés

Pintura de Santa Inés, por Domenichino / Cortesía: Wikimedia Commons

En plena persecución contra los cristianos, el hijo del alcalde de Roma se enamora de la noble Inés, la cual a sus doce o trece años de edad hizo un voto de castidad a Cristo. No contento con el rechazo de la joven y enterándose del voto que ella hizo ante el Dios verdadero, le intentará obligar a rendir culto a la "diosa protectora de la ciudad", junto a las vestales del paganismo romano.

Cuando esto también falla, las represalias que él toma hacia ella acrecentan, aunque en todas las ocasiones consigue, en virtud de una protección superior, defender su pureza su compromiso con el Señor.

Se le acusa de ser cristiana, y por ello se le condena a morir en la hoguera. La pequeña Inés reza en el momento de su martirio y lo espera sin temor alguno. Al igual que con los tres jóvenes del libro de Daniel, las llamas no logran ni rozar a la muchacha, a la cual se le acaba dando muerte por una espada al cuello. La Iglesia celebra su memoria el 21 de enero de cada año, y se le representa junto a un cordero por ser este el animal al que se le ejecutaba de dicha forma en esa época.


Santa Águeda

Vidriera representando el juicio a Santa Águeda / Cortesía: Wikimedia Commons

Seguimos con otro mandamás que se encapricha con una cristiana en tiempos de persecución, pero no vayamos a adelantar acontecimientos. Águeda expresa su deseo de consagrarse a Dios siendo adolescente, y recibe el flammeum de parte de su obispo, el velo rojo que llevaban las vírgenes consagradas por aquél entonces.

Nos ubicamos en tiempos del emperador Decio, el cual publica un edicto en el que se obligaba a realizar sacrificios ante los dioses romanos. Pero claro, esto va con segundas, aunque es de imaginar en qué sentido. En fin, el encargado en aplicar este edicto en la Catania natal de la joven Águeda fue el procónsul Quinciano, el cual tendrá especial fijación hacia la muchacha.

En un principio ella intentará huir a Palermo, pero será llevada de vuelta a Catania y presentada ante Quinciano una vez es hallada, queriendo este tomarla por esposa. De las conclusiones al encuentro entre la muchacha y quien será su verdugo se cuenta esto en las Actas del martirio a Santa Águeda:

Quinciano rebate: “¿Y qué? ¿Los que despreciamos la servitud de Cristo y veneramos a los dioses no tenemos libertad?. “Vuestra libertad os arrastra a tanta esclavitud que os hace siervos del pecado”, afirma Águeda.

La acertada y muy contundente réplica de Águeda no será del agrado del pretendiente, e indignado por no consegurir lo que deseaba de ella, intentará que esta reniegue de su voto a Cristo, encerrándola en un prostíbulo para arrebatarle la virginidad. Cuando nada de eso tuvo efecto en ella, tuvieron los romanos la brillante idea de arrancarle los pechos a machetazos; pero por suerte de quien se está santificando y desgracia de sus verdugos, durante la noche se aparece San Pedro ante Águeda, el cual le anima a sufrir por Cristo y sana sus heridas mediante el poder que Él le concedió.

Una vez más, la presentan ante el tribunal y le ofrecen la misma "oferta": salvar su vida a cambio de rechazar a Cristo y adorar a los falsos dioses. Como es de esperar, la muchacha se negará, y revelará que fue sanada por Su poder. Finalmente el procónsul dictará que la arrojen entre carbones ardientes junto con su flammeum. La ciudad fue sacudida por un fuerte terremoto mientras se le estaba dando muerte, y los habitantes generan un tumulto en el tribunal porque el motivo de su peligro es debido a que están atormentando a una santa sierva de Dios.

Sacan a Águeda de las brasas (dato curioso: su velo permaneció intacto) y la vuelven a llevar a la cárcel. Estando ahí, y en presencia de muchas personas, dejó este mundo tras una bella oración de agradecimiento al Señor.


Santa María Goretti

Fotografía tomada en 1902, pocos meses antes de su muerte. / Cortesía: Famiglia Cristiana

Ahora contamos la historia de una santa más reciente. Tan reciente, que incluso contamos con una fotografía de ella, gracias a las primitivas cámaras de la época. María Goretti nació en Italia en 1890, tercera de siete en el seno de una familia humilde pero con fuerte amor por el Señor: vivían una vida de oración en familia por medio del rezo del rosario y la asistencia a Misa dominical. La pequeña es consagrada a la Virgen poco después de nacer, y recibe el Sacramento de la Confirmación a los seis años de edad.

María Goretti creció siendo generosa y pura de corazón, ayudando en casa mientras sus padres trabajaban las tierras, y rezando y acudiendo a los sacramentos. A pesar de perder a su padre Luigi Goretti por enfermar de malaria, la muchacha no cesa en la oración y desde ese momento queda al cuidado de su madre Assunta.

Deseaba con todo su corazón poder recibir a Jesús en la Eucaristía, que por entonces era propio de los once años, por lo que se preparó para ello con ayuda de alguien de su entorno, recibiendo el sacramento un 29 de mayo de 1902. Su amor por la pureza se intensifica cada vez que comulgaba, hasta el punto de desear morir antes que cometer pecado alguno.

La situación de la familia Goretti les obligó a mudarse a Ferriere di Conca antes del fallecimiento de Luigi, estando la familia al servicio del conde Mazzoleni. Es aquí donde entran en contacto con la familia Serenelli, con quienes tienen que trabajar en la misma granja. Tanto el padre como el hijo, Giovanni y Alessandro, contrastaban fuertemente con la familia Goretti. El hijo Alessandro, de 19 años, estaba totalmente entregado a los vicios, consumiendo con frecuencia material indecente. Una vez queda huérfana de padre, la pequeña María es sometida a insinuaciones de quien consideraba su hermano, de las cuales en un principio tenía ignorancia, pero es amenazada de muerte en cuanto comprende las intenciones que se escondían detrás.

Aprovechando un momento en que se encontraban a solas en la cocina, Alessandro bloqueó la puerta y quiso someter a María, a la cual amordazó y empezó a arrancarle la ropa. La muchacha consigue retirarse la mordaza y le advierte de que lo que pretende hacer es un pecado grave, pero ignora sus avisos y la atraviesa a cuchilladas por no consentir a los chantajes de su agresor. María recobra el conocimiento y consigue avisar al señor Serenelli, pero las heridas en el pericardio, el corazón, el pulmón izquierdo, el diafragma y el intestino impiden que sea tratada en el hospital.

Llaman al capellán del hospital y María se confiesa con total claridad. Es cuidada por los médicos, ofrece sus sufrimientos a la Virgen, y sigue con fuerzas para consolar a su madre durante estos últimos momentos de vida. El sacerdote también la acompaña, y antes de ofrecerle comulgar, le pregunta si perdona a quien le dio muerte, a lo que ella responde:

..lo perdono por amor a Jesús... Y quiero que esté conmigo en el Paraíso... Que Dios lo perdone, que yo ya lo he perdonado.

Habiendo recibido al Santísimo y la extremaunción, entra en la gloria de Dios un 6 de julio de 1902, día en que la Iglesia conmemorará su memoria.

La historia de María Goretti queda inconclusa si nos limitamos a narrar su paso por este mundo, ya que ella, una vez en el Cielo, intercedió en la conversión de quien fue su asesino. Alessandro, que en un principio no sentía remordimiento alguno, es ablandado por la visita de Mons. Blandino y la posterior aparición de la pequeña Goretti en sus sueños, lo que le lleva a escribir lo siguiente a su obispo:

Lamento sobre todo el crimen que cometí porque soy consciente de haberle quitado la vida a una pobre niña inocente que, hasta el último momento, quiso salvar su honor, sacrificándose antes que ceder a mi criminal voluntad. Pido perdón a Dios públicamente, ya la pobre familia, por el enorme crimen que cometí. Confío obtener también yo el perdón, como tantos otros en la tierra.

Las muestras de buena conducta y de sincero arrepentimiento tras estos episodios le llevan a ser puesto en libertad cuatro años antes de los que le correspondían, la cual pasará como hortelano en un convento capuchino y posteriormente como terciario en la orden franciscana. Alessandro llegó a presenciar los procesos de beatificación y canonización de María Goretti, y se reconcilió con la familia de su víctima, llegando a celebrar juntos la Navidad en 1937.


Estas tres santas, como muchas otras, son un claro ejemplo a seguir. Teniendo en cuenta sus vidas, nos surge la pregunta inevitable: ¿cómo podemos aplicar estas lecciones a nuestras vidas modernas? La respuesta radica en reconocer que quizás las promesas del mundo son vanas y la pureza no es reliquia del pasado; sino que se ve en necesaria actualidad en un mundo que parece girar alrededor del pecado.

Cuando ponemos nuestra mirada hacia estas mártires de la pureza, recibimos la invitación a abrazar la pureza con una nueva urgencia, a comprender que nuestra fidelidad a Dios y la búsqueda de una vida sin mancha no es algo a repudiar, sino una llamada constante a una radical autenticidad. Deberíamos aprender de ellas y pedir su intercesión para vivir nosotros también una vida cristiana ejemplar.