Lecciones de ayer y hoy: el pasado como espejo para el presente

Entendiendo nuestras raíces, lograremos un verdadero cambio en la actualidad

Lecciones de ayer y hoy: el pasado como espejo para el presente
Cortesía: Josh Applegate / Unsplash

En época de cambios, lo raro es no echar la vista atrás, entender de dónde venimos y hacia dónde vamos. No obstante, estas retrospectivas pueden verse nubladas por una vista carente de conjunto en la que todo lo antiguo debe verse con buenos ojos de facto, por el mero hecho de ser antiguo. Dicha falta de conjunto puede, en ocasiones, llevarnos a no terminar de comprender los cambios que se han llevado a cabo desde los propios inicios de la Iglesia. Por resumirlo un poco, el contexto es clave, y la falta de él puede llevarnos a mirar nuestra propia historia con ojos diferentes que los que corresponden con la realidad.

Bueno pues, hagamos un poquito de anacronismo. ¿Y si te digo que la Iglesia primitiva no es tan brillante como pensábamos? Por ejemplo, podríamos decir que se trataba de una comunidad rígida y carente de misericordia con el diferente. Los gentiles eran tratados como “conversos de segunda” por aquellos hermanos en la fe que provenían del judaísmo: en Hechos 6 vemos que se tuvo que designar a los primeros diáconos porque sus viudas eran desatendidas, y en Gálatas 2 vemos a todo un San Pablo reprendiendo al primer Papa por negarse a compartir mesa con ellos si se encontraba en presencia de judeoconversos.

Las omisiones deberían ser muy evidentes, sobre todo si nos limitamos a hablar de las faltas de la época sin mencionar los testimonios de vida que se daban en este pedido lleno de persecuciones. A pesar de las situaciones caóticas, había bondad en los primeros años de nuestra madre Iglesia: la vida cristiana era una en la que la fe suponía un cambio total en su forma de vivir. Un muy citado pasaje de Hechos 2 nos da a entender que nuestros primeros hermanos convivían en comunidad y las necesidades humanas y espirituales del prójimo se veían cubiertas.

Si algo está claro es que la Iglesia no es sino un hospital de pecadores que sana mediante conversión y gracia santificante, pero desde los propios inicios había un rigor total por la verdad y una búsqueda por una mayor fidelidad al Evangelio. Ahora bien, ¿qué podemos decir sobre la época en la que vivimos?

La vida rigorosa y consecuente de nuestros mayores contrasta fuertemente con las visiones de algunos de nuestros hermanos, que viven la fe como algo propio del ámbito personal, una serie de valores o principios muy bonitos que se pueden olvidar en cuanto resulten un impedimento para el estilo de vida que el mundo nos vende. Nos encontramos con una crisis de identidad enorme, lo reducimos todo a un mero espiritualismo con tintes de autoayuda, y parece que incluso la Misa dominical se convierte en una ardua tarea.

Si bien es cierto que Dios nos ama incondicionalmente, no vamos a progresar en la imitación a Nuestro Señor Jesucristo sin aceptar la transformación que supone la llamada a la conversión, llamada que nunca deja de estar en vigor. Los comportamientos del hombre no nos van a llevar a cumplir verdaderamente la voluntad del Señor; la salvación no se encuentra ni en el mundo ni en la autoayuda, sino en Él.

Las diferencias y similitudes entre pasado y presente son muy marcadas, pero nuestros logros como Iglesia siempre han sido fruto de la guía del Espíritu Santo, quien nos acompaña cada momento desde Pentecostés. Quizás sea hora de abandonar las ocurrencias del momento y abrazar su consejo, sin disfrazar nuestra voluntad personal como inspiraciones suyas. No sabremos todos los detalles, pero quizás es el momento de abandonar ese deseo de control y dejar que el espíritu de Dios tome verdaderamente las riendas sobre nuestras pensamientos, palabras y obras.