Amar es cosa de Dios

El punto de encuentro entre el amor y el Amor.

Amar es cosa de Dios
Cortesía: Ben White / Unsplash

Tentador juego de palabras para comenzar un artículo de tal calibre. Mucho se ha escrito sobre las relaciones sentimentales, aunque generalmente desde una perspectiva terrena, y no rara vez desde la superficialidad que el mundo quiere para con nosotros.

¿Habrá alguna solución a este dilema? Naturalmente, pero para eso tenemos que romper con lo que se espera hoy en día de las relaciones sentimentales, o el trato entre personas en general. Por suerte, las máximas paulinas vienen a nuestro rescate. Con esto me refiero a las exhortaciones de San Pablo tanto a mujeres como a maridos, aunque deberíamos tener en cuenta que el noviazgo cristiano correctamente entendido no es sino una preparación al matrimonio, por lo que el sentido de las palabras no cambia.

En muchas ocasiones vemos estas llamadas del Apóstol de los gentiles de forma anacrónica, como si los cristianos pudiésemos permitirnos el lujo de mirar por encima de la Palabra de Dios porque la mentalidad imperante nos lo exija. Quizás el versículo mirado con más reojo en este sentido es Colosenses 3, 18; el cual dice así: “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor.”.

Dirán las malas lenguas que no debe ser así, y que deberíamos entenderlo en su contexto, como si de un artefacto antiguo se tratase. Reducimos esta llamada a un mero producto de su tiempo, cuando la realidad no es esa. Si realmente queremos comprender bien el deseo que Dios manifiesta a través de San Pablo, tendríamos que pararnos a ver lo que se nos llama a hacer a los hombres:

“Como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo.”

Efesios 5, 24-27

Me atrevería a decir que, efectivamente, a los hombres se nos exige mucho más: se trata de una entrega total, igual a la que Cristo hace por la Iglesia. En definitiva, se nos pide dar la vida, con todo lo que conlleva. Ciertamente somos iguales en dignidad, pero eso no implica que no estemos hechos el uno para el otro: “El Señor Dios se dijo: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude».” (Génesis 2, 18).

Por seguir con las citas paulinas, concluimos con lo que San Pablo nos dice sobre el amor: “El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; 6no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.” (1 Corintios 13, 4-7)

Y es por ello que le damos la vuelta al clásico amar es cosa de dos para volverlo en amar es cosa de Dios, porque el amor sin Dios es incomprensible. Nuestra oración debería ser algo así como “yo te amo, Señor. Ella te ama, Señor. Enamorémonos pues, Señor.”, ya que estamos llamados a vivir como enamorados de Dios y ponerle a Él en primer lugar.

Ante todo, deberíamos glorificar a Dios con nuestra vida, que es a lo que estamos llamados. Implica entrar en intimidad con Él, crecer juntos en la fe y alcanzar la santidad. Implica conocerse el uno al otro, con sus limitaciones y vulnerabilidades, y seguir mirándole con esa misma mirada de amor con la que Cristo nos mira.